jueves, 19 de septiembre de 2013

Décimo capítulo de diez

Endersal
Capítulo 10
¿Tu nombre?

Durante la caída, notó como la mano de la chica se aferraba fuertemente a la suya. El violento contacto con las heladas aguas hizo que se separaran. Se hundía sin remisión. Abrió los ojos y solo vio espuma blanca a su alrededor. La fuerza del agua al caer desde tan alto le llevaba cada vez más abajo y no tenía manera de salir del remolino que se formaba continuamente. Quizás si que ahora había llegado la hora de morir. Sus pies tocaron finalmente la dura roca del fondo del lecho. Era ahora o nunca. Se impulsó fuertemente y se proyectó hacia arriba.
Por unos instantes pensó que no lo lograría. El remolino continuaba absorbiéndolo, pero finalmente consiguió dejarlo atrás. Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando salió a la superficie. Una bocanada de aire fresco llenó sus pulmones que sintió a punto de estallar por los fuertes pinchazos que sentía en su pecho.
Mientras la corriente le llevaba río abajo, miró a su alrededor en busca de sus compañeros. Vio al gigante negro corriendo por la orilla, haciéndole señas sin cesar. Su boca gritaba algo, pero el ruido ensordecedor de las aguas no le dejaba oír lo que decía.
Frente a él surgió una enorme roca. Si chocaba contra ella sus huesos se romperían en mil pedazos. Empezó a nadar como pudo hacia un lado y entonces la vio y comprendió lo que le intentaba decir su compañero. A su lado, a un par de metros, boca abajo, flotaba la chica a merced de la corriente. Con tres fuertes brazadas se colocó a su lado, le dio la vuelta y la cogió por debajo del torso, manteniendo su cabeza sobre su hombro. Justo en ese momento, pasaron a escasos centímetros de la enorme roca. Su muslo izquierdo chocó contra una afilada arista pulida por el transcurrir del agua y sintió como se abría un profundo corte en él. Un dolor lacerante subió por todo su ser y un grito surgió de su garganta, mientras volvían a caer por otra cascada, esta vez de menor tamaño.
Esta vez el golpe fue menor y la corriente les llevó hasta aguas más tranquilas.
Dejó que su cuerpo se acercara lentamente a la orilla mientras observaba como iba dejando tras de sí, corriente abajo, un amplio reguero de sangre. “Bueno” – pensó – “al menos tengo la piedra en mi poder”. Su mano se detuvo en su pecho, palpándolo, sintiendo que no había nada bajo sus ropajes. No sintió rabia, ni frustración. Una sonrisa afloró a sus labios mientras su cuerpo tocaba la orilla. Segundos después, se desvaneció.


Se despertó sobresaltado, y sólo el fuerte dolor de su pierna herida  le recordó donde se encontraba y por todo lo que habían pasado.
Una mirada recelosa a su alrededor le sirvió para sentirse seguro. Se encontraban dentro de una cueva, al calor de una hoguera. Afuera llovía con fuerza. La chica se encontraba a su izquierda, tumbada de lado, con su bello rostro relajado por la sombra del sueño. Era increíblemente hermosa. Su negra cabellera caía a un lado de su cara tapándole los bien formados pechos, cuyo nacimiento se entreveía por la abertura del rojizo manto.
Sus carnosos labios, entreabiertos, dejaban entrever una hilera perfecta de dientes, por lo que dedujo que pertenecía a la nobleza.
Una sombra le sacó de sus cavilaciones. Giró la cabeza hacia la derecha y se encontró ante su nuevo compañero de aventuras. Sus ojos destilaban cautela. Le miró durante un corto espacio de tiempo, estudiándolo. Se arrodilló junto al fuego y lo alimentó con más ramas. Después giró el menudo cuerpo del conejo que había puesto sobre las brasas.
- ¿Tu nombre?
Su voz surgió profunda, sin quitarle la vista de encima.
- Kendor, ¿y el tuyo?
- Drago.
Apoyado sobre su brazo derecho señaló a la chica.
- ¿Y ella? ¿De dónde salís? ¿Quiénes eran esos seres? ¿Aún…
La mano de Drago interrumpió sus preguntas.
- Demasiadas preguntas para responderlas con el estómago vacío, ¿no crees?  - Cogió una hoja que había en el suelo y la desdobló entregándole su contenido a Kendor.
- No es mucho, son conejos pequeños, pero será suficiente para quitarnos el vacío del estómago. Ella ya comerá cuando despierte. Ahora necesita descansar, la herida de la espalda la ha debilitado mucho, aunque no es tan grave como creía.
Kendor masticaba lentamente la comida. La herida de la pierna le quemaba. Se sobresaltó cuando un relámpago iluminó toda la estancia.
- ¿Estamos aquí seguros? Sólo disponemos de tu espada en el supuesto de que nos encuentren, y lo harán. Les hemos dejado sin su sacerdote. Deben estar sedientos de venganza.
- Al contrario. Sin él estarán desorientados y sin saber que hacer. Son sirukis, gorilas amaestrados mediante artes nigrománticas. Sin su amo ahora sólo son animales salvajes. Esperemos que ahora vuelvan a su estado natural. Secuestraron a la chica en palacio, supongo que para ofrecerla en algún sacrificio. Por el momento estamos a salvo. ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?
Durante unos instantes estuvo masticando la poca carne que tenía en su interior. Después escupió los huesecillos a la hoguera y se tapó la boca con la mano para eructar.
- Sólo soy un aventurero en busca de fortuna. Oí hablar de estas ruinas en la ciudad y partí hacia aquí en busca de algún tesoro perdido sólo para encontraros a ti y a la chica a punto de ser despellejados. Lástima que los soldados hayan caído en sus manos. Nos habrían ido bien sus brazos para abrirnos paso entre ellos.
Drago sonrió entristecido.
- Conocía a cada uno de ellos. Estaban bajo mis órdenes en palacio.
Kendor dejó la mano a medio camino de su boca con otro minúsculo trozo de conejo entre sus dedos.
- ¿Bajo tus órdenes? ¿Y que hacían aquí?
- No lo sé. Soy el comandante en jefe del palacio del rey Kron, en Endersal. Tendré las respuestas cuando llegue a palacio.
La chica se movió entre sueños pero no despertó. Durante unos minutos el silencio se mantuvo en la gruta, roto por el ruido de la tormenta y las ramas al crepitar en el fuego. Los truenos se oían cada vez más lejos. Parecía que la tormenta se alejaba Aún así, la lluvia no cesaba en su intensidad.
- Necesito hombres como tú. Valientes, decididos, con iniciativa. ¿Te podría interesar? El salario es bueno. Comida y bebida en palacio no falta, y aventuras,... Ya lo ves, de esas no faltan en el mundo en el que nos ha tocado vivir.
Kendor se lo quedó mirando fijamente.  ¿Por qué no? – Pensó – Ya era hora de echar raíces. Había dado muchos palos de ciego durante toda su vida. Quizás era hora de asentarse. Con el tiempo quizás se ganara la suficiente confianza de aquel gigante como para ir ascendiendo en el escalafón hasta poder ganarse un sustento para vivir cómodamente, sin necesidad de volver a pensar en huir de nuevo. ¿Aventuras? ¿Quién las necesitaba? Su vida había sido toda una aventura desde mucho tiempo atrás. Necesitaba un lugar donde poder descansar, y aquél hombre se lo ofrecía. ¿Por qué no?
- Es una lástima no poder echar un trago para celebrarlo. Pero sí. Acepto tu oferta de buen grado, comandante Drago.
Esta vez la sonrisa de Drago iluminó su rostro. Se incorporó y se arrodilló junto a Kendor. Sus manos fueron a la herida, le quitó las hojas que la cubrían y las tapó con otras nuevas tras limpiársela con agua de lluvia. Después le ofreció la mano.
- Pues entonces cerremos el trato con un buen apretón de manos. Mañana al alba saldremos de aquí. Cargaré con la chica y encontraré un bastón para que puedas apoyarte en él. Tu herida será tratada en palacio por los mejores sanadores. Después iremos a celebrarlo con un buen trago de cerveza en la taberna de un buen amigo mío. No suelo equivocarme con mis decisiones. Veo en ti a un hombre decidido que llegará lejos. Bienvenido a Endersal.
Kendor miró fijamente a Drago. Le caía bien. No tenía miedo al futuro. Los únicos que habían podido delatarle se encontraban muertos, y sería fácil desviar el robo sufrido en palacio a otros ladrones. Una nueva vida se abría ante él y no pensaba desperdiciarla.
Se recostó, apoyó su cabeza sobre su brazo y cerró los ojos. Al instante se quedó plácidamente dormido en un profundo sueño como hacía muchos años que no había dispuesto.
FIN - Febrero 2009

viernes, 13 de septiembre de 2013

Noveno capítulo de diez


Endersal
Capítulo 9
Despojos

Los gritos se iban convirtiendo en susurros cuando entró de nuevo a la sala de ceremonias. Un gran revuelo se había originado por alguna razón y la aprovechó para rodear al grupo de monstruos que se agolpaban unos con otros. Muchas de las capuchas habían caído y mostraban las peludas cabezas de los simios.
Con ojos escrutadores observó detenidamente a su alrededor. No tenía tiempo para estar ahí parado junto a todos aquellos enloquecidos. Tenía que encontrar una solución antes de que todo se tranquilizara, y eso era precisamente lo que parecía que estaba ocurriendo.
Todos volvían a sus respectivos lugares. Al menos había conseguido llegar hasta la parte trasera del altar. Desde allí pudo observar, con horror, lo que había provocado el histerismo general.
Frente al altar, se hallaban los despojos de los soldados que le iban siguiendo. Eran buenos, realmente buenos. Habían conseguido seguirle hasta las puertas de aquél infierno. Lástima que no hubieran sido tan buenos como para no caer frente a sus verdugos. Entre todos quizás hubieran tenido más oportunidades de las que ahora tenían.
Cerró los ojos intentado quitarse de la mente la desagradable visión de sangre y vísceras. Se quitó el manto rojo. Desde allí quizás era un objetivo demasiado visible y pasaría más desapercibido con sus ropas oscuras en la penumbra de la caverna.
Su cabeza no paraba de dar vueltas buscando una solución. Una ligera brisa le llegó hasta él. Era una corriente de aire puro que aireaba el cargado ambiente. Lo que parecía una abertura se abría frente a él. Si corría aire es que era un pasadizo, no una sala. Si era un pasadizo, quizás, era una salida, quizás... Un grito espeluznante le sacó de sus cavilaciones. Se arriesgó a sacar la cabeza para mirar lo que ocurría. La chica había despertado, encontrándose frente a ella los desagradables restos, sin cabeza, de lo que antaño habían sido hombres.
Las cabezas habían sido colocadas una al lado de otra. El prisionero no cesaba de intentar zafarse de sus ataduras, mientras, junto a él, el encorvado cuerpo del sacerdote se mecía de nuevo lanzando ininteligibles palabras.
Uno de los simios se adelantó al resto. Sin lugar a dudas, su objetivo era la chica. Era de locos, pero era lo único que podía hacer. A veces la locura era lo único que separaba el frágil vínculo entre la vida y la muerte.
Salió de su escondite y subió de tres en tres los nueve escalones que le separaban del altar. El brazo del simio salió despedido hacia atrás cuando se lo cortó de un solo tajo. Con ojos atónitos, murió en el acto cuando la daga entró por debajo de su barbilla y encontró su cerebro, antes de retirarla y cortarle con la espada la cabeza, que cayó rebotando por las escaleras.
Aprovechó el silencio que reinaba en la sala. Rápidamente, se acercó al preso y con rápidos cortes de su espada le soltó, entregándole el arma. Con su brazo derecho rodeó el cuello del anciano y colocó la daga junto a él.
Observó como su nuevo compañero levantaba a la desfallecida muchacha y se la echaba al hombro sin aparente esfuerzo. La profunda herida de su espalda contrastaba con el resto de su bello cuerpo. Una fea cicatriz quedaría de por vida, aunque dadas las circunstancias era preferible eso a acabar como los despojos de los soldados esparcidos al pie de las escalinatas.
Bajo su brazo, sintió la frágil garganta de su prisionero. Le susurró al oído lo que tenía que decir a sus acólitos, aún en la certeza de que aquellos monstruos no sabrían entender sus palabras, pero ante su asombro, un ininteligible lenguaje surgió de sus labios. Sus brazos se levantaron lo suficiente para apaciguar los crispados ánimos. Uno a uno al principio, y por grupos al final, los simios se fueron arrodillando. Sus garras se situaron sobre sus muslos y sus cabezas se agacharon en señal de respeto. En apenas unos minutos la sala quedó en silencio. Parecía como si sus ocupantes hubieran entrado en una especie de trance.
Miró a su compañero y este asintió con la cabeza. Lentamente fueron retrocediendo. Entraron en el pasadizo y obligó al hechicero a sostener una antorcha para guiarles el camino. A pesar de su avanzada edad, se movía con una agilidad sorprendente. Perdieron la noción del tiempo mientras andaban y reconocieron al cabo de pocos minutos los pasos de sus perseguidores.
Apretaron el paso y a los pocos minutos les sorprendió el rumor de una fuerte corriente de agua. La claridad de los primeros albores del amanecer iluminaba tenuemente el lugar. A unos doscientos metros vieron la abertura de la cueva. Por ella caía estruendosamente el agua del río que había oído mientras deambulaba perdido por la jungla.
Su compañero dejó suavemente a la chica en el húmedo suelo de piedra. Esta emitió un gemido y entreabrió los ojos. Desorientada se incorporó apoyándose en el musculoso brazo de su portador. No pareció darse cuenta de su desnudez. Sus ojos denotaban el terror que sentía mientras miraba a su alrededor sin cesar.
Aflojó la presión de la daga sobre el cuello del sacerdote y le instó a que se quitara el manto. Este se despojó del mismo dejando a la vista su huesudo cuerpo solo cubierto por un taparrabos, y se lo lanzó a los pies de la chica. En el momento en el que se agachaba para recogerlo, el codo se hundió con fuerza sobre el abdomen de su captor. Cogido por sorpresa cedió la presión de su brazo sobre el cuello y sintió como se le escurría.
Una mueca horrible transformó su cara mientras sus manos se aferraban alrededor de su cuello. A pesar de ser huesudas, se hundieron con una fuerza extraordinaria en su garganta. Trastrabilló y cayó al suelo golpeándose la cabeza contra el suelo. Aturdido y asfixiándose, sintió como se le caía de la mano la daga. Su vista se nublaba demasiado rápido mientras con la punta de sus dedos buscaba el arma sin encontrarla.
Cuando creía que todo había terminado, un hilo de aire volvió a sus pulmones mientras sentía como la presión ejercida sobre su garganta cedía lentamente. Con la vista medio desenfocada, entrevió el rictus de sorpresa y dolor en la cara de su agresor. Sobre el se encontraba el gigante negro aferrando la empuñadura de su espada con ambas manos mientras la retiraba del cuerpo del anciano. Respiró profundamente y se lo quitó de encima.
Una mano, grande y curtida le fue ofrecida. Aferró su antebrazo y se incorporó en el instante en el que el espeluznante grito de la chica resonaba en la gruta. En la entrada de la misma se encontraban siete de aquellos simios seguidos por una multitud que se aglutinaban tras ellos.
No tenían salida. Eran dos contra una horda de salvajes con solo una espada para defenderse. Sólo había una escapatoria. Cada uno cogió una mano de la chica y echaron a correr hacia la obertura de la gruta. Era preferible morir ante las escarpadas rocas que bajo las garras de aquellos monstruos.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Octavo capítulo de diez

Endersal
Capítulo 8
Mantos rojos


Quizás fue la intuición, o los años sorteando el peligro. La cuestión fue que apagó la antorcha. Ahora los cánticos se oían en todo su esplendor.

Hacía un rato que lo venía oliendo. El hedor era ahora más fuerte y aquello fue lo que le decidió a ir con más sigilo. Giró un recodo y la imagen con la que se topó le dejó pasmado.

El túnel acababa en un balcón tallado en la misma roca. A su derecha unas escaleras irregulares, talladas en la piedra, descendían hasta desembocar en una gigantesca bóveda natural. Se arrodilló a fin de poder observar todo lo que allí se estaba desarrollando. La desazón se apoderó de su ser al comprender que tampoco estos podrían ayudarle. Muy al contrario, si no se andaba con tiento podría acabar como las dos personas que se encontraban en el altar de piedra.

Decenas de antorchas pendían de las paredes iluminando el lugar. Frente al altar se encontraban un centenar de personas, todas ellas cubiertas con mantos rojos, meciéndose al compás de la música. Observó que al menos no había guardianes custodiando el lugar, ni apostados alrededor. Se sentían seguros y eso podía jugar a su favor. Sólo tenía una opción, descabellada, pero la única carta que tenía por jugar. Rescatar a los dos prisioneros que se hallaban en el altar y tratar de huir con ellos. Si es que antes no los mataban en esa especie de ritual. Porque ahora sabía que se trataba de eso.

Uno de los prisioneros era un gigante negro. Sus musculosos brazos y piernas se hallaban atados a dos columnas que se levantaban a lado y lado de su cuerpo.

A sus pies, inconsciente, se hallaba el cuerpo desnudo de una mujer. Una fea herida cruzaba su espalda, medio cubierta por su espesa melena. Cuatro largos rasguños cruzaban desde el hombro hasta su costado. La sangre había ido bajando por su costado, creando un charco bajo ella. Aunque parecía que ahora había cesado la hemorragia.

Sin nada que hacer por ella, de momento, se fijó en él. Viejas cicatrices cruzaban su rostro y su pecho. De su calva cabeza manaba sangre de una fea herida, que sin duda, le dejaría otra cicatriz a su ya extensa colección, si es que salía con vida de allí. La pernera de uno de sus pantalones había desaparecido y una fuerte pierna tironeaba sin cesar de la cuerda que le tenía apresado por el tobillo. Su mirada denotaba fiereza y determinación. Miraba a todas partes, intentando encontrar una salida a su delicada situación.

Y esa salida era él. Si lograba liberarlo, entonces entre los dos podrían encontrar una solución a la delicada situación en la que se  encontraban.

Se fijó en el grupo allí reunido. Los movimientos eran rítmicos, al compás del cántico que entonaban. Parecía que estuvieran en trance. El sumo sacerdote, o así lo intuyó, se giró de cara a los prisioneros y se sumió nuevamente en el incesante movimiento, junto a los demás. Antes de darse la vuelta, bajo la capucha, entrevió una larga nariz aguileña y unos ojos inyectados en sangre que perfilaban una cara alargada y demacrada. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Por unos instantes creyó que le estaba mirando fijamente y que de un momento a otro, por su desdentada boca, lanzaría un grito advirtiendo a los acólitos allí reunidos.

Aprovechó el momento y bajó cautelosamente las escaleras. Estaban desgastadas, y unidas a la malformación de la piedra, tuvo que ir con mucho tiento a fin de no caer rodando y dar con sus huesos en el suelo. Un solo fallo y todo habría acabado.

Una vez en la plaza, se ocultó tras la oscuridad que le proporcionaban las múltiples fisuras de la pared. Justo la que escogió para ello, daba a una pequeña gruta. Miró en su interior y a la tenue luz de una antorcha vio, en el suelo, los ropajes de la chica y las armas del prisionero. Una alocada idea empezó a urdirse en su mente. Midiendo con cuidado donde colocaba los pies, entró sigilosamente en la sala, la inspeccionó detenidamente y dejó, junto a las ropas, la piedra que llevaba oculta entre sus ropajes. Durante unos instantes, el fulgor de la joya le dejó inmóvil frente a ella. Haciendo un gran esfuerzo, apartó la vista y volvió a la salida. Su puño se cerró fuertemente sobre la empuñadura de su daga mientras con la otra mano arrojaba un puñado de guijarros al interior de la sala.

.../

El suave balanceo de su cuerpo se vio detenido bruscamente. Su fino oído había detectado el ruido de unas piedras al chocar contra el suelo. Sabía que el maestro se enojaría enormemente si interrumpía la sesión a causa de una alarma sin fundamento. Su compañero no se dio cuenta de que se echaba lenta y silenciosamente hacia atrás para averiguar de donde había venido aquel ruido. El maestro estaba de espaldas a ellos y el resto se balanceaba hipnotizado por sus palabras.

De nuevo oyó el ruido. Esta vez con más nitidez, y procedía de la sala donde habían estado presos los cautivos durante dos días. El había estado de guardia y sabía que no era posible que se desprendiera nada, ya que la sala había estado excavada hacía mucho tiempo y sus paredes eran de roca maciza, por lo que era imposible que ninguna piedra, por pequeña que fuera cayera. Allí había alguien. Una feroz sonrisa afloró en su rostro afeándolo aún más bajo la oscuridad de su capucha.

Entró sigilosamente en la gruta. Cualquiera que estuviera dentro no saldría con vida de allí. Cruzó el pasillo de apenas veinte pasos que desembocaba en la sala y una vez en ella, su vista quedó fija en una piedra preciosa que desprendía luces de radiantes  colores.

A pesar de ello, una rápida mirada al resto del suelo le advirtió de la ausencia de la espada y de que el peligro acechaba tras su espalda.

El salto fue prodigioso. En un abrir y cerrar de ojos sus pies se impulsaron hacia delante justo en el momento en el que la trayectoria de la espada cortaba el aire donde se había encontrado instantes antes. Sus manos chocaron contra la pared de enfrente segundos antes de lo hicieran sus pies para impulsarse hacia atrás, quedando a horcajadas frente a su enemigo.

Durante la intrépida voltereta, su capucha se echó hacia atrás, mostrando a su atacante el terror en estado puro. Un potente  rugido surgió de su garganta solo acallado por las voces de sus compañeros en la sala contigua.

.../

Era el momento. Como había previsto, la gema había distraído lo suficiente a su oponente para asestarle un golpe mortal. Solo que en el momento en el que bajaba su espada, éste se impulso hacia delante. La agilidad que mostraba le dejó estupefacto, y más aún cuando vio el rostro de su enemigo en cuanto le cayó hacia atrás la capucha.

Frente a él tenía un gigantesco simio salido de las fauces del mismísimo infierno de Nëro’th. Sintió como su vello se ponía de punta. Sintió como la espada le pesaba demasiado en su mano. Ahora la encontraba demasiado pequeña. Un potente rugido surgió de su garganta, mientras mostraba unos afilados y peligrosos colmillos.

Se sobresaltó al oír como el rugido de la bestia que tenía frente a él se veía solapado por el clamor de sus compañeros en la gigantesca sala que había tras él. Algo sucedía en ella. No podía retroceder. Ahora veía como una mala idea todo el plan. Tendría que haber intentado salir el solo de aquella intrincada selva.

La bestia le miraba con sus ojos pequeños, llenos de furia. Bajo las mangas de su rojiza túnica aparecieron dos peludas garras. Algo cambió en su interior. El miedo dejó paso a otra sensación que nunca había sentido. Respiró hondo. La adrenalina recorría su cuerpo. Ahora la espada no le pesaba, si no que la sentía como parte de él. Quizás era la desesperación lo que había producido en él aquél cambio. El verse acorralado sin otra opción que luchar por su vida. Sus ojos se entrecerraron mientras una sonrisa cruel, que mostró sus dientes apretados, se dibujaba en su rostro.

No esperó a que atacara su oponente. Lanzó un pie adelante y, cuando este se precipitó sobre él, se tiró al suelo. Rodó dos veces y se incorporó sobre una rodilla. La daga encontró el pecho del simio.

Tuvo que soltar el arma y echarse a un lado para que el peso de la bestia no le dañase. Ésta cayó de bruces incrustándose aún más el puñal. Un graznido apenas audible surgió de su garganta mientras la vida abandonaba su cuerpo. A sabiendas de que estaba muerto, le dio la vuelta con un pie, apoyó la punta de la espada en su garganta y la atravesó de parte a parte.

Los ojos de la criatura le miraban sin verlo, con sus fauces medio abiertas. Se arrodilló junto a ella y desenvainando la daga la utilizó para arrancarle los colmillos. Quedarían bien en una cadena de oro colgando de su pecho.

Con esfuerzo le quitó la túnica y se la puso. Era hora de saber a que era debido el griterío que aún se oía. Esperaba que no hubieran asesinado a los cautivos. Les necesitaba para salir de allí. Al menos al gigante negro.
 

jueves, 29 de agosto de 2013

Séptimo capítulo de diez

Endersal
Capítulo 7
Ruinas



Fue una suerte el que llevara la daga extendida. La punta de la hoja golpeó piedra. A tientas, palpó lo que parecía una pared llena de hiedra. Traspasó una cortina de hojarasca y accedió a un enorme patio circular lleno de arcadas como la que acaba de cruzar.
La luna iluminaba el lugar. Se arrodilló y se abrazó con los brazos sollozando de alegría. Tras unos minutos, se levantó. Le dolía todo el cuerpo, lo sentía magullado y falto de fuerzas. Contó un total de veinticuatro arcadas, todas idénticas. Recortadas en la oscuridad, pudo vislumbrar altos torreones que estaban situados tras la plaza, algunos de ellos medio derruidos.
Al principio pensó que se trataba del ruido del viento meciendo las hojas. De nuevo el terror amenazaba con asomar. Sintió el vello de su nuca erizarse, imaginando que ese tenue rumor no procedía del viento, sino de alguna especie de animal salvaje que esperaba agazapado el mejor momento para saltar sobre él.
Se sintió indefenso solo con la daga en la mano. Atento a cualquier movimiento que proviniera de la selva, o de cualquier animal que aparecería tras alguna de las arcadas, se dirigió poco a poco al centro de la plaza. Al menos allí la luna iluminaba con claridad y podría observar a cualquier ser que le estuviera acechando.
A medida que se acercaba, comprobó que el rumor se oía con más nitidez. Ahora tenía un ritmo, semejante a un cántico, y provenía de la arcada que tenía frente a sí. Cada vez se oía con más claridad. Quizás quienes la entonaban le ayudarían a salir de esa intrincada selva, y si no, tenía aún joyas con las que comprar su ayuda.
Cruzó el arco y se enfrentó a la oscura abertura de un túnel que descendía a las profundidades. Cerró los ojos y se maldijo a si mismo. Volvió sobre sus pasos y buscó un tronco con el que confeccionar una antorcha. Una vez la tuvo encendida se dirigió a la entrada y observó su alargada sombra perdiéndose a través de las irregulares escaleras talladas en la roca. No se lo pensó más, entró con decisión. No podía perder más tiempo.
Calculó que llevaba unos trescientos pasos. La alegría que unos instantes antes le había embargado, estaba desapareciendo por momentos. El cántico era cada vez más fuerte, señal de que se iba acercando, pero este se le antojaba ahora completamente diferente a como lo había sentido al principio. Tenía ritmo, pero ahora lo sentía como algo maligno. De nuevo volvió a presentir el peligro. Algo no le acababa de engranar en la rueda de sus pensamientos. Se detuvo unos instantes a descansar y de paso a analizar la situación en la que se encontraba. 
Se hallaba inmerso en una selva, perdido, en medio de lo que parecía unas ruinas en un recinto amurallado. Un lugar en ruinas y sin embargo, alguien estaba entonando una melodía que, a medida que se acercaba, parecía sonar a música salida del infierno. No parecían sonidos que surgieran de gargantas humanas. Se obligó a quitarse esa idea de la cabeza. Quizás eran los únicos que podían ayudarle. Tenía que encontrarlos como fuera. 

 


viernes, 23 de agosto de 2013

Sexto capítulo de diez

Endersal
Capítulo 6
La sala

Llevaba diez minutos esperando cuando se abrió uno de los portones de palacio. Se puso la capucha y echó a correr. No hubo palabras ni miradas. El oficial tampoco sospechó nada. Bajo la tenue luz de las antorchas, recorrieron los pasillos de palacio en silencio. Tal y como se había acordado en la taberna, las vainas iban sujetas con tiras de trapos para que no golpeasen las botas y les delataran ante la guardia de palacio.
Tras un panel oculto, se encontraron con unas escaleras que descendían incesantemente. Le pareció interminable el descenso, por lo que supuso que estarían bastante por debajo del nivel de la ciudad. Gruesas paredes de un material desconocido se hallaban a izquierda y derecha. Era duro y frío.
Llegaron al final del trayecto y todo se desarrolló con una rapidez inaudita. Una pequeña ballesta apareció en la enguantada mano del oficial. La saeta se incrustó entre los ojos del guardia más cercano. Girándola, volvió a apuntar y disparó, matando al siguiente soldado que medio estaba incorporándose de la silla en la que se encontraba sentado.
Lanzó el arma contra un tercero. Este, en un acto reflejo, intentó parar el golpe con sus brazos. Demasiado tarde se dio cuenta de su error. La hoja de la espada le había atravesado el cuerpo de parte a parte.
Mientras caía, el oficial sacó una daga, que voló siseando hasta encontrar el cuello del cuarto soldado. Este murió lentamente, mirando con curiosidad la feroz sonrisa de su atacante.
El encapuchado miró boquiabierto, como se había desarrollado todo el ataque en apenas unos minutos. Ahora el oficial se encontraba agachado junto al último hombre que había caído. Cogió el manojo de llaves que colgaba de su cinto, rebuscó en ellas y extrajo una idéntica a otra que tenía separada del resto.
Ahora comprendía para que le necesitaba. La puerta se abría al introducir y girar las dos llaves a la vez. Lo lógico era que una vez dentro de la sala del tesoro, o fuera de palacio, con las sacas repletas de joyas, prescindiera de él. Tendría que vigilar sus espaldas y cada uno de sus movimientos. Introdujeron a la vez las llaves en sus cerraduras y las giraron lentamente un cuarto a la derecha. Silenciosamente, el panel se hundió unos centímetros hacía dentro y empezó a deslizarse hacia la derecha hasta que quedó a la vista una oscura oquedad.
El oficial cogió una de las antorchas y entró en la sala. Ambos se quedaron maravillados por el espectáculo. Una gigantesca estancia se abría ante ellos. No llegaban a apreciar la cúpula, por lo que sospechó que era bastante alta. El reflejo de los tesoros allí repartidos hizo que se pusieran manos a la obra. Dos grandes sacas aparecieron en las manos de cada uno de ellos, y se dirigieron a los diferentes pasillos llenándolas hasta arriba.
Al finalizar un pasillo empezaban con otro, llenando las sacas y algunas bolsas de cuero que llevaban colgadas del cinto, y así hasta que desembocaron en una explanada que supuso era el centro de la sala, pues más allá empezaban nuevos pasadizos. En medio de la estancia, sobre un altar de mármol blanco, se encontraba una piedra. Sus ojos quedaron embelesados por el fulgor que despedía, a pesar de la poca iluminación que reinaba en el lugar. Sin pensárselo dos veces, se acercó a ella, la cogió y se la escondió entre los ropajes.
Por el rabillo del ojo vio al oficial acercándose a él. Con la mano cerca de la empuñadura se giró y asintió con la cabeza en cuanto vio como le urgía a salir de las dependencias. Supuso que se acercaba el cambio de guardia, por lo que se apresuró lo más que pudo a pesar del peso de las sacas.
Salieron de palacio y amparándose en la oscuridad de la noche llegaron a un establo en el que esperaban dos corceles. Mientras cargaban en ellos las sacas, empezaron a sonar los cuernos de palacio. El robo había sido descubierto. Era hora de partir.
El cese del sonido del cuerno fue lo que le salvó la vida. El imperceptible siseo de la daga al salir de su vaina fue suficiente para él. Aferrando fuertemente la bolsa que tenía en las manos, se dio la vuelta golpeando violentamente la cara del oficial. Este salió despedido varios metros hacia atrás con el cuello roto.
Sin apenas mirarlo, se sacó la capucha y la tiró encima del cuerpo inerte, subió a su montura, cogió las riendas del otro caballo y salió a la oscuridad de la noche.
Durante cinco días estuvo huyendo con sus perseguidores pisándole los talones. En la tercera jornada tuvo que cambiar de montura, ya que la suya se torció una pata. Puso lo que pudo de las dos sacas del oficial en sus alforjas y continuo la marcha.
Cada vez que podía contemplaba la piedra que llevaba oculta bajo sus ropajes. Desconocía de qué material se trataba, pero le gustaba observar sus reflejos. Si pudiera intercambiarla sería inmensamente rico.
Finalmente llegó ante un muro infranqueable de árboles. Seguramente se trataría de la selva de Qui-r’he. Durante su corta estancia en Endersal, había escuchado fantásticas historias sobre aquel lugar. Pocos eran los que se habían atrevido a entrar y sobre ninguno de ellos se había vuelto a saber nada. Miró hacia atrás y resguardándose del sol con su mano enguantada, pudo ver las siluetas de sus perseguidores en el horizonte.
Maldijo entre dientes mientras con su montura iba de un lado a otro intentando encontrar algún hueco donde poder entrar con su animal. Al final, desesperado, tuvo que admitir la realidad en la que se encontraba. O entraba en la selva con lo que llevaba encima y se exponía a las terribles historias oídas en lúgubres tabernas, o moría a manos de los guardias del rey.
No tuvo que pensar demasiado. Echó mano de dos de las sacas y dejó las alforjas en la montura. Quizás sus perseguidores se contentaran con su contenido y le dejaran en paz. Por última vez miró atrás. Ahora ya estaban más cerca. Desenvainó su espada y entró en la selva.

Décimo capítulo de diez

Endersal Capítulo 10 ¿Tu nombre? Durante la caída, notó como la mano de la chica se aferraba fuertemente a la suya. El violento c...