viernes, 9 de agosto de 2013

Cuarto capítulo de diez

Endersal
Capítulo 4
Puerto Cortina

Los siete meses que siguieron a la ejecución del capitán Erius fueron fructíferos. Cinco navíos fueron asaltados y las arcas del barco se llenaron de ricas telas, joyas y preciados botines.

Un anochecer recalaron en puerto Cortina, isla de delicuentes y fortaleza de piratas, Hacía semanas que las miradas le señalaban, y que los susurros corrían como la pólvora, de boca en boca. El tesoro del capitán Eirus era demasiado goloso para que quedara oculto en algún lugar de la isla.
La falta de luna le facilitó el descenso por la gruesa cadena del ancla. El agua estaba helada, pero la prefería mil veces a las terribles torturas a las que se vería sometido si le capturaban. Se acomodó al pecho el chaleco que había ido confeccionando durante los últimos días con tiras de cuero y agradeció a los dioses en cuanto notó que flotaba. Aún así el pánico que sentía a ahogarse no se le quitó de la mente. Poco a poco, se fue impulsando con las manos, sepárándose metro a metro del navío.

Aunque cansado por el esfuerzo, una sonrisa afloró a su rostro en cuanto comprobó que las luces de la ciudad se iban aproximando. Paró para descansar sus extremidades y su sonrisa desapareció en cuanto comprobó la multitud de luces que se movían en la cubierta del Coloso. Habían descubierto el cuerpo sin vida del centinela y ahora arriaban botes para encontrarlo en la oscuridad de la noche. El terror se volvió a apoderar de su cuerpo. Sentía el cuerpo entumecido por el frío y ahora no le parecía que estuvieran tan cerca las luces de la ciudad.

Aún así, no volvió enseguida a ponerse en marcha. Se obligó a cerrar los ojos y a tranquilizarse. De nada le valdría ponerse nervioso. La situación era favorable. Era noche cerrada, les llevaba mucha ventaja y ellos tenían que ir poco a poco para inspeccionar cada palmo de mar desde el barco hasta la orilla.

Volvió a ponerse en marcha y se olvidó que tras él se encontraban todos los piratas del Coloso en su búsqueda. Los brazos y las piernas ya no le respondían, y el chaleco empezaba a perder aire, pero en su ayuda, la marea y las pocas olas que se mecían perezosamente le llevaron suavemente hasta la orilla. 

A pesar del cansancio, no se dio tregua. Se puso de rodillas tiritando por el frío que sentía. Como luciérnagas, las luces de los botes que le buscaban flotaban en la oscuridad. A pesar de ello, sintió como el peligro le continuaba acechando. Un par de luces se aproximaban con rapidez a la orilla. Habían tomado la opción de enviar gente a tierra mientras el resto le buscaba por las aguas. 

Aunque sólo había estado en un par de ocasiones en Cortina, sabía perfectamente a donde dirigirse. Cruzó corriendo la playa y se internó en las estrechas callejuelas de la ciudad, aferrando fuertemente su daga. Era peligroso internarse solo en las oscuras calles de la ciudadela. Escoria, tripulación caída en desgracia y seres malignos se escondían en sus recodos para capturar a los solitarios imprudentes, que, como él, se arriesgaban por ellas.

La sensación de peligro volvió a su ser. Un escalofrío le recorrió la columna y no fue provocada por la humedad de sus ropajes. Se dejó caer de rodillas y se echó a un lado mientras su pie salía disparado hacia arriba. Sintió el silbido de la espalda donde segundos antes había estado su cabeza. Con el pie golpeó el abdomen de su atacante, y mientras este se doblaba, afianzó bien su daga en su mano y la lanzó hacia arriba, penetrando gruesos ropajes y carne.

Apenas había rozado a su atacante, pero el golpe le había debilitado haciéndole caer al suelo. Rápidamente se situó sobre su espalda y palpó hasta encontrar su cabeza, cogió fuertemente sus largos cabellos y se la estrelló fuertemente sobre el empedrado. Acto seguido, le rodeó el cuello con su brazo, y apretó. Un dolor intenso subió por todo su cuerpo por el esfuerzo realizado, pero tenía que salir de allí lo más pronto posible antes de que sus perseguidores dieran con él. Redobló sus esfuerzos y sintió como se le quebraba el cuello a su víctima. No tenía tiempo de procurarse sus botas o sus ropas, pero se apoderó de su espada, su cinto y su capa. Era gruesa y le reconfortó al ponérsela encima. Dejó el cadáver donde estaba. No sabía de cuanto tiempo disponía antes de que sus perseguidores aparecieran por allí. Si es que habían tomado su ruta. 

Le costó orientarse hasta que no vio calles iluminadas. Estas estaban llenas de todo tipo de gente variopinta. Borrachos, ladrones, piratas con ropajes fastuosos que se pavoneaban de sus viajes, grupos de adolescentes que sólo buscaban camorra a fin de mostrar su valentía y lograr un puesto en alguna tripulación, prostitutas desdentadas y enfermas buscando clientela. Nadie se fijó en él, descalzo, empapado, tiritando y envuelto en una capa, procurando calentarse mientras miraba con ojos temerosos cualquier indicio de sus perseguidores. 



 


 

 

Décimo capítulo de diez

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