viernes, 6 de septiembre de 2013

Octavo capítulo de diez

Endersal
Capítulo 8
Mantos rojos


Quizás fue la intuición, o los años sorteando el peligro. La cuestión fue que apagó la antorcha. Ahora los cánticos se oían en todo su esplendor.

Hacía un rato que lo venía oliendo. El hedor era ahora más fuerte y aquello fue lo que le decidió a ir con más sigilo. Giró un recodo y la imagen con la que se topó le dejó pasmado.

El túnel acababa en un balcón tallado en la misma roca. A su derecha unas escaleras irregulares, talladas en la piedra, descendían hasta desembocar en una gigantesca bóveda natural. Se arrodilló a fin de poder observar todo lo que allí se estaba desarrollando. La desazón se apoderó de su ser al comprender que tampoco estos podrían ayudarle. Muy al contrario, si no se andaba con tiento podría acabar como las dos personas que se encontraban en el altar de piedra.

Decenas de antorchas pendían de las paredes iluminando el lugar. Frente al altar se encontraban un centenar de personas, todas ellas cubiertas con mantos rojos, meciéndose al compás de la música. Observó que al menos no había guardianes custodiando el lugar, ni apostados alrededor. Se sentían seguros y eso podía jugar a su favor. Sólo tenía una opción, descabellada, pero la única carta que tenía por jugar. Rescatar a los dos prisioneros que se hallaban en el altar y tratar de huir con ellos. Si es que antes no los mataban en esa especie de ritual. Porque ahora sabía que se trataba de eso.

Uno de los prisioneros era un gigante negro. Sus musculosos brazos y piernas se hallaban atados a dos columnas que se levantaban a lado y lado de su cuerpo.

A sus pies, inconsciente, se hallaba el cuerpo desnudo de una mujer. Una fea herida cruzaba su espalda, medio cubierta por su espesa melena. Cuatro largos rasguños cruzaban desde el hombro hasta su costado. La sangre había ido bajando por su costado, creando un charco bajo ella. Aunque parecía que ahora había cesado la hemorragia.

Sin nada que hacer por ella, de momento, se fijó en él. Viejas cicatrices cruzaban su rostro y su pecho. De su calva cabeza manaba sangre de una fea herida, que sin duda, le dejaría otra cicatriz a su ya extensa colección, si es que salía con vida de allí. La pernera de uno de sus pantalones había desaparecido y una fuerte pierna tironeaba sin cesar de la cuerda que le tenía apresado por el tobillo. Su mirada denotaba fiereza y determinación. Miraba a todas partes, intentando encontrar una salida a su delicada situación.

Y esa salida era él. Si lograba liberarlo, entonces entre los dos podrían encontrar una solución a la delicada situación en la que se  encontraban.

Se fijó en el grupo allí reunido. Los movimientos eran rítmicos, al compás del cántico que entonaban. Parecía que estuvieran en trance. El sumo sacerdote, o así lo intuyó, se giró de cara a los prisioneros y se sumió nuevamente en el incesante movimiento, junto a los demás. Antes de darse la vuelta, bajo la capucha, entrevió una larga nariz aguileña y unos ojos inyectados en sangre que perfilaban una cara alargada y demacrada. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Por unos instantes creyó que le estaba mirando fijamente y que de un momento a otro, por su desdentada boca, lanzaría un grito advirtiendo a los acólitos allí reunidos.

Aprovechó el momento y bajó cautelosamente las escaleras. Estaban desgastadas, y unidas a la malformación de la piedra, tuvo que ir con mucho tiento a fin de no caer rodando y dar con sus huesos en el suelo. Un solo fallo y todo habría acabado.

Una vez en la plaza, se ocultó tras la oscuridad que le proporcionaban las múltiples fisuras de la pared. Justo la que escogió para ello, daba a una pequeña gruta. Miró en su interior y a la tenue luz de una antorcha vio, en el suelo, los ropajes de la chica y las armas del prisionero. Una alocada idea empezó a urdirse en su mente. Midiendo con cuidado donde colocaba los pies, entró sigilosamente en la sala, la inspeccionó detenidamente y dejó, junto a las ropas, la piedra que llevaba oculta entre sus ropajes. Durante unos instantes, el fulgor de la joya le dejó inmóvil frente a ella. Haciendo un gran esfuerzo, apartó la vista y volvió a la salida. Su puño se cerró fuertemente sobre la empuñadura de su daga mientras con la otra mano arrojaba un puñado de guijarros al interior de la sala.

.../

El suave balanceo de su cuerpo se vio detenido bruscamente. Su fino oído había detectado el ruido de unas piedras al chocar contra el suelo. Sabía que el maestro se enojaría enormemente si interrumpía la sesión a causa de una alarma sin fundamento. Su compañero no se dio cuenta de que se echaba lenta y silenciosamente hacia atrás para averiguar de donde había venido aquel ruido. El maestro estaba de espaldas a ellos y el resto se balanceaba hipnotizado por sus palabras.

De nuevo oyó el ruido. Esta vez con más nitidez, y procedía de la sala donde habían estado presos los cautivos durante dos días. El había estado de guardia y sabía que no era posible que se desprendiera nada, ya que la sala había estado excavada hacía mucho tiempo y sus paredes eran de roca maciza, por lo que era imposible que ninguna piedra, por pequeña que fuera cayera. Allí había alguien. Una feroz sonrisa afloró en su rostro afeándolo aún más bajo la oscuridad de su capucha.

Entró sigilosamente en la gruta. Cualquiera que estuviera dentro no saldría con vida de allí. Cruzó el pasillo de apenas veinte pasos que desembocaba en la sala y una vez en ella, su vista quedó fija en una piedra preciosa que desprendía luces de radiantes  colores.

A pesar de ello, una rápida mirada al resto del suelo le advirtió de la ausencia de la espada y de que el peligro acechaba tras su espalda.

El salto fue prodigioso. En un abrir y cerrar de ojos sus pies se impulsaron hacia delante justo en el momento en el que la trayectoria de la espada cortaba el aire donde se había encontrado instantes antes. Sus manos chocaron contra la pared de enfrente segundos antes de lo hicieran sus pies para impulsarse hacia atrás, quedando a horcajadas frente a su enemigo.

Durante la intrépida voltereta, su capucha se echó hacia atrás, mostrando a su atacante el terror en estado puro. Un potente  rugido surgió de su garganta solo acallado por las voces de sus compañeros en la sala contigua.

.../

Era el momento. Como había previsto, la gema había distraído lo suficiente a su oponente para asestarle un golpe mortal. Solo que en el momento en el que bajaba su espada, éste se impulso hacia delante. La agilidad que mostraba le dejó estupefacto, y más aún cuando vio el rostro de su enemigo en cuanto le cayó hacia atrás la capucha.

Frente a él tenía un gigantesco simio salido de las fauces del mismísimo infierno de Nëro’th. Sintió como su vello se ponía de punta. Sintió como la espada le pesaba demasiado en su mano. Ahora la encontraba demasiado pequeña. Un potente rugido surgió de su garganta, mientras mostraba unos afilados y peligrosos colmillos.

Se sobresaltó al oír como el rugido de la bestia que tenía frente a él se veía solapado por el clamor de sus compañeros en la gigantesca sala que había tras él. Algo sucedía en ella. No podía retroceder. Ahora veía como una mala idea todo el plan. Tendría que haber intentado salir el solo de aquella intrincada selva.

La bestia le miraba con sus ojos pequeños, llenos de furia. Bajo las mangas de su rojiza túnica aparecieron dos peludas garras. Algo cambió en su interior. El miedo dejó paso a otra sensación que nunca había sentido. Respiró hondo. La adrenalina recorría su cuerpo. Ahora la espada no le pesaba, si no que la sentía como parte de él. Quizás era la desesperación lo que había producido en él aquél cambio. El verse acorralado sin otra opción que luchar por su vida. Sus ojos se entrecerraron mientras una sonrisa cruel, que mostró sus dientes apretados, se dibujaba en su rostro.

No esperó a que atacara su oponente. Lanzó un pie adelante y, cuando este se precipitó sobre él, se tiró al suelo. Rodó dos veces y se incorporó sobre una rodilla. La daga encontró el pecho del simio.

Tuvo que soltar el arma y echarse a un lado para que el peso de la bestia no le dañase. Ésta cayó de bruces incrustándose aún más el puñal. Un graznido apenas audible surgió de su garganta mientras la vida abandonaba su cuerpo. A sabiendas de que estaba muerto, le dio la vuelta con un pie, apoyó la punta de la espada en su garganta y la atravesó de parte a parte.

Los ojos de la criatura le miraban sin verlo, con sus fauces medio abiertas. Se arrodilló junto a ella y desenvainando la daga la utilizó para arrancarle los colmillos. Quedarían bien en una cadena de oro colgando de su pecho.

Con esfuerzo le quitó la túnica y se la puso. Era hora de saber a que era debido el griterío que aún se oía. Esperaba que no hubieran asesinado a los cautivos. Les necesitaba para salir de allí. Al menos al gigante negro.
 

Décimo capítulo de diez

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