viernes, 13 de septiembre de 2013

Noveno capítulo de diez


Endersal
Capítulo 9
Despojos

Los gritos se iban convirtiendo en susurros cuando entró de nuevo a la sala de ceremonias. Un gran revuelo se había originado por alguna razón y la aprovechó para rodear al grupo de monstruos que se agolpaban unos con otros. Muchas de las capuchas habían caído y mostraban las peludas cabezas de los simios.
Con ojos escrutadores observó detenidamente a su alrededor. No tenía tiempo para estar ahí parado junto a todos aquellos enloquecidos. Tenía que encontrar una solución antes de que todo se tranquilizara, y eso era precisamente lo que parecía que estaba ocurriendo.
Todos volvían a sus respectivos lugares. Al menos había conseguido llegar hasta la parte trasera del altar. Desde allí pudo observar, con horror, lo que había provocado el histerismo general.
Frente al altar, se hallaban los despojos de los soldados que le iban siguiendo. Eran buenos, realmente buenos. Habían conseguido seguirle hasta las puertas de aquél infierno. Lástima que no hubieran sido tan buenos como para no caer frente a sus verdugos. Entre todos quizás hubieran tenido más oportunidades de las que ahora tenían.
Cerró los ojos intentado quitarse de la mente la desagradable visión de sangre y vísceras. Se quitó el manto rojo. Desde allí quizás era un objetivo demasiado visible y pasaría más desapercibido con sus ropas oscuras en la penumbra de la caverna.
Su cabeza no paraba de dar vueltas buscando una solución. Una ligera brisa le llegó hasta él. Era una corriente de aire puro que aireaba el cargado ambiente. Lo que parecía una abertura se abría frente a él. Si corría aire es que era un pasadizo, no una sala. Si era un pasadizo, quizás, era una salida, quizás... Un grito espeluznante le sacó de sus cavilaciones. Se arriesgó a sacar la cabeza para mirar lo que ocurría. La chica había despertado, encontrándose frente a ella los desagradables restos, sin cabeza, de lo que antaño habían sido hombres.
Las cabezas habían sido colocadas una al lado de otra. El prisionero no cesaba de intentar zafarse de sus ataduras, mientras, junto a él, el encorvado cuerpo del sacerdote se mecía de nuevo lanzando ininteligibles palabras.
Uno de los simios se adelantó al resto. Sin lugar a dudas, su objetivo era la chica. Era de locos, pero era lo único que podía hacer. A veces la locura era lo único que separaba el frágil vínculo entre la vida y la muerte.
Salió de su escondite y subió de tres en tres los nueve escalones que le separaban del altar. El brazo del simio salió despedido hacia atrás cuando se lo cortó de un solo tajo. Con ojos atónitos, murió en el acto cuando la daga entró por debajo de su barbilla y encontró su cerebro, antes de retirarla y cortarle con la espada la cabeza, que cayó rebotando por las escaleras.
Aprovechó el silencio que reinaba en la sala. Rápidamente, se acercó al preso y con rápidos cortes de su espada le soltó, entregándole el arma. Con su brazo derecho rodeó el cuello del anciano y colocó la daga junto a él.
Observó como su nuevo compañero levantaba a la desfallecida muchacha y se la echaba al hombro sin aparente esfuerzo. La profunda herida de su espalda contrastaba con el resto de su bello cuerpo. Una fea cicatriz quedaría de por vida, aunque dadas las circunstancias era preferible eso a acabar como los despojos de los soldados esparcidos al pie de las escalinatas.
Bajo su brazo, sintió la frágil garganta de su prisionero. Le susurró al oído lo que tenía que decir a sus acólitos, aún en la certeza de que aquellos monstruos no sabrían entender sus palabras, pero ante su asombro, un ininteligible lenguaje surgió de sus labios. Sus brazos se levantaron lo suficiente para apaciguar los crispados ánimos. Uno a uno al principio, y por grupos al final, los simios se fueron arrodillando. Sus garras se situaron sobre sus muslos y sus cabezas se agacharon en señal de respeto. En apenas unos minutos la sala quedó en silencio. Parecía como si sus ocupantes hubieran entrado en una especie de trance.
Miró a su compañero y este asintió con la cabeza. Lentamente fueron retrocediendo. Entraron en el pasadizo y obligó al hechicero a sostener una antorcha para guiarles el camino. A pesar de su avanzada edad, se movía con una agilidad sorprendente. Perdieron la noción del tiempo mientras andaban y reconocieron al cabo de pocos minutos los pasos de sus perseguidores.
Apretaron el paso y a los pocos minutos les sorprendió el rumor de una fuerte corriente de agua. La claridad de los primeros albores del amanecer iluminaba tenuemente el lugar. A unos doscientos metros vieron la abertura de la cueva. Por ella caía estruendosamente el agua del río que había oído mientras deambulaba perdido por la jungla.
Su compañero dejó suavemente a la chica en el húmedo suelo de piedra. Esta emitió un gemido y entreabrió los ojos. Desorientada se incorporó apoyándose en el musculoso brazo de su portador. No pareció darse cuenta de su desnudez. Sus ojos denotaban el terror que sentía mientras miraba a su alrededor sin cesar.
Aflojó la presión de la daga sobre el cuello del sacerdote y le instó a que se quitara el manto. Este se despojó del mismo dejando a la vista su huesudo cuerpo solo cubierto por un taparrabos, y se lo lanzó a los pies de la chica. En el momento en el que se agachaba para recogerlo, el codo se hundió con fuerza sobre el abdomen de su captor. Cogido por sorpresa cedió la presión de su brazo sobre el cuello y sintió como se le escurría.
Una mueca horrible transformó su cara mientras sus manos se aferraban alrededor de su cuello. A pesar de ser huesudas, se hundieron con una fuerza extraordinaria en su garganta. Trastrabilló y cayó al suelo golpeándose la cabeza contra el suelo. Aturdido y asfixiándose, sintió como se le caía de la mano la daga. Su vista se nublaba demasiado rápido mientras con la punta de sus dedos buscaba el arma sin encontrarla.
Cuando creía que todo había terminado, un hilo de aire volvió a sus pulmones mientras sentía como la presión ejercida sobre su garganta cedía lentamente. Con la vista medio desenfocada, entrevió el rictus de sorpresa y dolor en la cara de su agresor. Sobre el se encontraba el gigante negro aferrando la empuñadura de su espada con ambas manos mientras la retiraba del cuerpo del anciano. Respiró profundamente y se lo quitó de encima.
Una mano, grande y curtida le fue ofrecida. Aferró su antebrazo y se incorporó en el instante en el que el espeluznante grito de la chica resonaba en la gruta. En la entrada de la misma se encontraban siete de aquellos simios seguidos por una multitud que se aglutinaban tras ellos.
No tenían salida. Eran dos contra una horda de salvajes con solo una espada para defenderse. Sólo había una escapatoria. Cada uno cogió una mano de la chica y echaron a correr hacia la obertura de la gruta. Era preferible morir ante las escarpadas rocas que bajo las garras de aquellos monstruos.

Décimo capítulo de diez

Endersal Capítulo 10 ¿Tu nombre? Durante la caída, notó como la mano de la chica se aferraba fuertemente a la suya. El violento c...