Endersal
Capítulo 9
Despojos
Los gritos se iban convirtiendo en
susurros cuando entró de nuevo a la sala de ceremonias. Un gran revuelo se
había originado por alguna razón y la aprovechó para rodear al grupo de
monstruos que se agolpaban unos con otros. Muchas de las capuchas habían caído
y mostraban las peludas cabezas de los simios.
Con ojos escrutadores observó
detenidamente a su alrededor. No tenía tiempo para estar ahí parado junto a
todos aquellos enloquecidos. Tenía que encontrar una solución antes de que todo
se tranquilizara, y eso era precisamente lo que parecía que estaba ocurriendo.
Todos volvían a sus respectivos
lugares. Al menos había conseguido llegar hasta la parte trasera del altar.
Desde allí pudo observar, con horror, lo que había provocado el histerismo
general.
Frente al altar, se hallaban los
despojos de los soldados que le iban siguiendo. Eran buenos, realmente buenos.
Habían conseguido seguirle hasta las puertas de aquél infierno. Lástima que no
hubieran sido tan buenos como para no caer frente a sus verdugos. Entre todos
quizás hubieran tenido más oportunidades de las que ahora tenían.
Cerró los ojos intentado quitarse de
la mente la desagradable visión de sangre y vísceras. Se quitó el manto rojo.
Desde allí quizás era un objetivo demasiado visible y pasaría más desapercibido
con sus ropas oscuras en la penumbra de la caverna.
Su cabeza no paraba de dar vueltas
buscando una solución. Una ligera brisa le llegó hasta él. Era una corriente de
aire puro que aireaba el cargado ambiente. Lo que parecía una abertura se abría
frente a él. Si corría aire es que era un pasadizo, no una sala. Si era un
pasadizo, quizás, era una salida, quizás... Un grito espeluznante le sacó de
sus cavilaciones. Se arriesgó a sacar la cabeza para mirar lo que ocurría. La
chica había despertado, encontrándose frente a ella los desagradables restos,
sin cabeza, de lo que antaño habían sido hombres.
Las cabezas habían sido colocadas una
al lado de otra. El prisionero no cesaba de intentar zafarse de sus ataduras,
mientras, junto a él, el encorvado cuerpo del sacerdote se mecía de nuevo
lanzando ininteligibles palabras.
Uno de los simios se adelantó al
resto. Sin lugar a dudas, su objetivo era la chica. Era de locos, pero era lo
único que podía hacer. A veces la locura era lo único que separaba el frágil
vínculo entre la vida y la muerte.
Salió de su escondite y subió de tres
en tres los nueve escalones que le separaban del altar. El brazo del simio
salió despedido hacia atrás cuando se lo cortó de un solo tajo. Con ojos
atónitos, murió en el acto cuando la daga entró por debajo de su barbilla y
encontró su cerebro, antes de retirarla y cortarle con la espada la cabeza, que
cayó rebotando por las escaleras.
Aprovechó el silencio que reinaba en
la sala. Rápidamente, se acercó al preso y con rápidos cortes de su espada le
soltó, entregándole el arma. Con su brazo derecho rodeó el cuello del anciano y
colocó la daga junto a él.
Observó como su nuevo compañero
levantaba a la desfallecida muchacha y se la echaba al hombro sin aparente
esfuerzo. La profunda herida de su espalda contrastaba con el resto de su bello
cuerpo. Una fea cicatriz quedaría de por vida, aunque dadas las circunstancias
era preferible eso a acabar como los despojos de los soldados esparcidos al pie
de las escalinatas.
Bajo su brazo, sintió la frágil
garganta de su prisionero. Le susurró al oído lo que tenía que decir a sus
acólitos, aún en la certeza de que aquellos monstruos no sabrían entender sus
palabras, pero ante su asombro, un ininteligible lenguaje surgió de sus labios.
Sus brazos se levantaron lo suficiente para apaciguar los crispados ánimos. Uno
a uno al principio, y por grupos al final, los simios se fueron arrodillando.
Sus garras se situaron sobre sus muslos y sus cabezas se agacharon en señal de
respeto. En apenas unos minutos la sala quedó en silencio. Parecía como si sus
ocupantes hubieran entrado en una especie de trance.
Miró a su compañero y este asintió con
la cabeza. Lentamente fueron retrocediendo. Entraron en el pasadizo y obligó al
hechicero a sostener una antorcha para guiarles el camino. A pesar de su
avanzada edad, se movía con una agilidad sorprendente. Perdieron la noción del
tiempo mientras andaban y reconocieron al cabo de pocos minutos los pasos de
sus perseguidores.
Apretaron el paso y a los pocos
minutos les sorprendió el rumor de una fuerte corriente de agua. La claridad de
los primeros albores del amanecer iluminaba tenuemente el lugar. A unos
doscientos metros vieron la abertura de la cueva. Por ella caía
estruendosamente el agua del río que había oído mientras deambulaba perdido por
la jungla.
Su compañero dejó suavemente a la
chica en el húmedo suelo de piedra. Esta emitió un gemido y entreabrió los
ojos. Desorientada se incorporó apoyándose en el musculoso brazo de su
portador. No pareció darse cuenta de su desnudez. Sus ojos denotaban el terror
que sentía mientras miraba a su alrededor sin cesar.
Aflojó la presión de la daga sobre el
cuello del sacerdote y le instó a que se quitara el manto. Este se despojó del
mismo dejando a la vista su huesudo cuerpo solo cubierto por un taparrabos, y
se lo lanzó a los pies de la chica. En el momento en el que se agachaba para
recogerlo, el codo se hundió con fuerza sobre el abdomen de su captor. Cogido
por sorpresa cedió la presión de su brazo sobre el cuello y sintió como se le
escurría.
Una mueca horrible transformó su cara
mientras sus manos se aferraban alrededor de su cuello. A pesar de ser huesudas,
se hundieron con una fuerza extraordinaria en su garganta. Trastrabilló y cayó
al suelo golpeándose la cabeza contra el suelo. Aturdido y asfixiándose, sintió
como se le caía de la mano la daga. Su vista se nublaba demasiado rápido
mientras con la punta de sus dedos buscaba el arma sin encontrarla.
Cuando creía que todo había terminado,
un hilo de aire volvió a sus pulmones mientras sentía como la presión ejercida
sobre su garganta cedía lentamente. Con la vista medio desenfocada, entrevió el
rictus de sorpresa y dolor en la cara de su agresor. Sobre el se encontraba el
gigante negro aferrando la empuñadura de su espada con ambas manos mientras la
retiraba del cuerpo del anciano. Respiró profundamente y se lo quitó de encima.
Una mano, grande y curtida le fue
ofrecida. Aferró su antebrazo y se incorporó en el instante en el que el
espeluznante grito de la chica resonaba en la gruta. En la entrada de la misma
se encontraban siete de aquellos simios seguidos por una multitud que se
aglutinaban tras ellos.
No tenían salida. Eran dos contra una
horda de salvajes con solo una espada para defenderse. Sólo había una
escapatoria. Cada uno cogió una mano de la chica y echaron a correr hacia la
obertura de la gruta. Era preferible morir ante las escarpadas rocas que bajo
las garras de aquellos monstruos.