viernes, 19 de julio de 2013

ENDERSAL

Endersal
Capítulo 1
Ladrón
Se sentía desfallecer. Sus ojos se cerraban y sus piernas se negaban a dar un paso más, moviéndose por inercia. Apoyándose en los árboles, su brazo apenas tenía fuerzas para levantar la espada y dejarla caer sobre el espeso follaje.
Desconocía si aún tenía tras de sí a sus perseguidores. Había tenido que abandonar su montura, cargada con las alforjas repletas de parte del tesoro robado, en el linde de aquella impenetrable selva. Quizás los soldados se habían contentado con el botín recuperado, y quizás, también con las dos bolsas que había cargado a su espalda durante la huída y que ahora yacían desparramadas muy atrás. Ni tan siquiera se acordaba donde las había perdido. Estimaba demasiado su pescuezo como para sentir como se separaba de su cabeza bajo la afilada hoja del verdugo.
“A grandes pérdidas, buenas son las ganancias obtenidas”, dos sacos pequeños, repletos de brillantes piedras, colgaban de su cinto, y bajo la camisa, envuelto a toda prisa con un trozo de tela, llevaba la piedra más grande que había visto en su vida. Había quedado fascinado cuando la vio en el centro de la sala del tesoro. A pesar de que solo estaba iluminada por la escasa luz de las antorchas, la joya resplandecía con vida propia. Podría vivir el resto de sus años con las ganancias obtenidas con la venta de lo que llevaba encima.
Tropezó y cayó al suelo cuan largo era, lastimándose manos, brazos y cara con las ramas. Quedó estirado, respirando forzosamente, incapaz de mover un solo músculo. Cerró los ojos. El lacerante dolor de las heridas abiertas era lo único que le hacía sentirse vivo.
No supo el tiempo que había estado tendido. Supuso que se había quedado adormilado a causa del cansancio. Los cortes producidos ya no le dolían tanto. Abrió los ojos y vio que la oscuridad se había hecho mella del lugar. La humedad había disminuido, pero la sensación de calor continuaba. Ya no se oía ningún ruido, a excepción de un leve rumor que le hizo albergar esperanzas. Era agua. Quizás un arroyo, y parecía no estar muy lejos.
Se puso de rodillas y maldijo entre dientes. Una de las bolsas pendía vacía. Se había rajado al caer al suelo y todo el contenido se había esparcido. Palpó con las manos pero no supo discernir si eran sus piedras lo que sus dedos tocaban. La agobiante sensación de sed le hizo incorporarse. Mas tarde podría volver a recuperarlas.
Una vez en pie tuvo la sensación de haber estado recibiendo golpes durante una semana entera. Sentía el cuerpo dolorido. Palpó bajo la camisa hasta sentir la reconfortante forma de la piedra que ocultaba bajo ella.
Antes de empezar a andar en la oscuridad estuvo unos instantes escuchando. No se oía ningún ruido, ni de animales ni de sus perseguidores. Quizás habían desistido. Dedicó unos minutos a intentar encontrar su espada, pero tampoco la halló. Al menos tenía su daga. No se veía absolutamente nada, pero el rumor del agua era inconfundible.
Sin la ayuda de la espada y totalmente a oscuras, la marcha se convirtió en un auténtico calvario. No sabía cuanto había recorrido, pero se sentía de nuevo desfallecer. El avance era muy lento y muchas veces tenía que volver sobre sus pasos al encontrarse con auténticas murallas de vegetación infranqueables. Su daga era inservible, y poco a poco, el pánico comenzó a hacer mella en su mente. El miedo a encontrarse totalmente perdido en la negrura de aquella silenciosa selva empezó a surgir desde su interior.
Comenzó a hablar solo, lanzando improperios, a ratos cantando, en susurros, canciones olvidadas de tiempos lejanos en tabernas que había frecuentado hacía ya mucho, cuando no era más que un ladronzuelo que formaba parte de un nutrido grupo de piratas que asolaba los mares del norte de Alyssia.


Décimo capítulo de diez

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