Endersal
Capítulo 6
La sala
Llevaba diez minutos esperando cuando se
abrió uno de los portones de palacio. Se puso la capucha y echó a correr. No
hubo palabras ni miradas. El oficial tampoco sospechó nada. Bajo la tenue luz
de las antorchas, recorrieron los pasillos de palacio en silencio. Tal y como
se había acordado en la taberna, las vainas iban sujetas con tiras de trapos
para que no golpeasen las botas y les delataran ante la guardia de palacio.
Tras un panel oculto, se encontraron con unas
escaleras que descendían incesantemente. Le pareció interminable el descenso,
por lo que supuso que estarían bastante por debajo del nivel de la ciudad.
Gruesas paredes de un material desconocido se hallaban a izquierda y derecha.
Era duro y frío.
Llegaron al final del trayecto y todo se
desarrolló con una rapidez inaudita. Una pequeña ballesta apareció en la
enguantada mano del oficial. La saeta se incrustó entre los ojos del guardia
más cercano. Girándola, volvió a apuntar y disparó, matando al siguiente
soldado que medio estaba incorporándose de la silla en la que se encontraba
sentado.
Lanzó el arma contra un tercero. Este, en un
acto reflejo, intentó parar el golpe con sus brazos. Demasiado tarde se dio
cuenta de su error. La hoja de la espada le había atravesado el cuerpo de parte
a parte.
Mientras caía, el oficial sacó una daga, que
voló siseando hasta encontrar el cuello del cuarto soldado. Este murió
lentamente, mirando con curiosidad la feroz sonrisa de su atacante.
El encapuchado miró boquiabierto, como se
había desarrollado todo el ataque en apenas unos minutos. Ahora el oficial se
encontraba agachado junto al último hombre que había caído. Cogió el manojo de
llaves que colgaba de su cinto, rebuscó en ellas y extrajo una idéntica a otra
que tenía separada del resto.
Ahora comprendía para que le necesitaba. La
puerta se abría al introducir y girar las dos llaves a la vez. Lo lógico era
que una vez dentro de la sala del tesoro, o fuera de palacio, con las sacas
repletas de joyas, prescindiera de él. Tendría que vigilar sus espaldas y cada
uno de sus movimientos. Introdujeron a la vez las llaves en sus cerraduras y
las giraron lentamente un cuarto a la derecha. Silenciosamente, el panel se
hundió unos centímetros hacía dentro y empezó a deslizarse hacia la derecha
hasta que quedó a la vista una oscura oquedad.
El oficial cogió una de las antorchas y entró
en la sala. Ambos se quedaron maravillados por el espectáculo. Una gigantesca
estancia se abría ante ellos. No llegaban a apreciar la cúpula, por lo que
sospechó que era bastante alta. El reflejo de los tesoros allí repartidos hizo
que se pusieran manos a la obra. Dos grandes sacas aparecieron en las manos de
cada uno de ellos, y se dirigieron a los diferentes pasillos llenándolas hasta
arriba.
Al finalizar un pasillo empezaban con otro,
llenando las sacas y algunas bolsas de cuero que llevaban colgadas del cinto, y
así hasta que desembocaron en una explanada que supuso era el centro de la
sala, pues más allá empezaban nuevos pasadizos. En medio de la estancia, sobre
un altar de mármol blanco, se encontraba una piedra. Sus ojos quedaron
embelesados por el fulgor que despedía, a pesar de la poca iluminación que
reinaba en el lugar. Sin pensárselo dos veces, se acercó a ella, la cogió y se
la escondió entre los ropajes.
Por el rabillo del ojo vio al oficial
acercándose a él. Con la mano cerca de la empuñadura se giró y asintió con la
cabeza en cuanto vio como le urgía a salir de las dependencias. Supuso que se
acercaba el cambio de guardia, por lo que se apresuró lo más que pudo a pesar
del peso de las sacas.
Salieron de palacio y amparándose en la
oscuridad de la noche llegaron a un establo en el que esperaban dos corceles.
Mientras cargaban en ellos las sacas, empezaron a sonar los cuernos de palacio.
El robo había sido descubierto. Era hora de partir.
El cese del sonido del cuerno fue lo que le
salvó la vida. El imperceptible siseo de la daga al salir de su vaina fue
suficiente para él. Aferrando fuertemente la bolsa que tenía en las manos, se
dio la vuelta golpeando violentamente la cara del oficial. Este salió despedido
varios metros hacia atrás con el cuello roto.
Sin apenas mirarlo, se sacó la capucha y la
tiró encima del cuerpo inerte, subió a su montura, cogió las riendas del otro
caballo y salió a la oscuridad de la noche.
Durante cinco días estuvo huyendo con sus
perseguidores pisándole los talones. En la tercera jornada tuvo que cambiar de
montura, ya que la suya se torció una pata. Puso lo que pudo de las dos sacas
del oficial en sus alforjas y continuo la marcha.
Cada vez que podía contemplaba la piedra que
llevaba oculta bajo sus ropajes. Desconocía de qué material se trataba, pero le
gustaba observar sus reflejos. Si pudiera intercambiarla sería inmensamente
rico.
Finalmente llegó ante un muro infranqueable
de árboles. Seguramente se trataría de la selva de Qui-r’he. Durante su corta
estancia en Endersal, había escuchado fantásticas historias sobre aquel lugar.
Pocos eran los que se habían atrevido a entrar y sobre ninguno de ellos se había
vuelto a saber nada. Miró hacia atrás y resguardándose del sol con su mano
enguantada, pudo ver las siluetas de sus perseguidores en el horizonte.
Maldijo entre dientes mientras con su montura
iba de un lado a otro intentando encontrar algún hueco donde poder entrar con
su animal. Al final, desesperado, tuvo que admitir la realidad en la que se
encontraba. O entraba en la selva con lo que llevaba encima y se exponía a las
terribles historias oídas en lúgubres tabernas, o moría a manos de los guardias
del rey.
No tuvo que pensar
demasiado. Echó mano de dos de las sacas y dejó las alforjas en la montura.
Quizás sus perseguidores se contentaran con su contenido y le dejaran en paz.
Por última vez miró atrás. Ahora ya estaban más cerca. Desenvainó su espada y
entró en la selva.