viernes, 23 de agosto de 2013

Sexto capítulo de diez

Endersal
Capítulo 6
La sala

Llevaba diez minutos esperando cuando se abrió uno de los portones de palacio. Se puso la capucha y echó a correr. No hubo palabras ni miradas. El oficial tampoco sospechó nada. Bajo la tenue luz de las antorchas, recorrieron los pasillos de palacio en silencio. Tal y como se había acordado en la taberna, las vainas iban sujetas con tiras de trapos para que no golpeasen las botas y les delataran ante la guardia de palacio.
Tras un panel oculto, se encontraron con unas escaleras que descendían incesantemente. Le pareció interminable el descenso, por lo que supuso que estarían bastante por debajo del nivel de la ciudad. Gruesas paredes de un material desconocido se hallaban a izquierda y derecha. Era duro y frío.
Llegaron al final del trayecto y todo se desarrolló con una rapidez inaudita. Una pequeña ballesta apareció en la enguantada mano del oficial. La saeta se incrustó entre los ojos del guardia más cercano. Girándola, volvió a apuntar y disparó, matando al siguiente soldado que medio estaba incorporándose de la silla en la que se encontraba sentado.
Lanzó el arma contra un tercero. Este, en un acto reflejo, intentó parar el golpe con sus brazos. Demasiado tarde se dio cuenta de su error. La hoja de la espada le había atravesado el cuerpo de parte a parte.
Mientras caía, el oficial sacó una daga, que voló siseando hasta encontrar el cuello del cuarto soldado. Este murió lentamente, mirando con curiosidad la feroz sonrisa de su atacante.
El encapuchado miró boquiabierto, como se había desarrollado todo el ataque en apenas unos minutos. Ahora el oficial se encontraba agachado junto al último hombre que había caído. Cogió el manojo de llaves que colgaba de su cinto, rebuscó en ellas y extrajo una idéntica a otra que tenía separada del resto.
Ahora comprendía para que le necesitaba. La puerta se abría al introducir y girar las dos llaves a la vez. Lo lógico era que una vez dentro de la sala del tesoro, o fuera de palacio, con las sacas repletas de joyas, prescindiera de él. Tendría que vigilar sus espaldas y cada uno de sus movimientos. Introdujeron a la vez las llaves en sus cerraduras y las giraron lentamente un cuarto a la derecha. Silenciosamente, el panel se hundió unos centímetros hacía dentro y empezó a deslizarse hacia la derecha hasta que quedó a la vista una oscura oquedad.
El oficial cogió una de las antorchas y entró en la sala. Ambos se quedaron maravillados por el espectáculo. Una gigantesca estancia se abría ante ellos. No llegaban a apreciar la cúpula, por lo que sospechó que era bastante alta. El reflejo de los tesoros allí repartidos hizo que se pusieran manos a la obra. Dos grandes sacas aparecieron en las manos de cada uno de ellos, y se dirigieron a los diferentes pasillos llenándolas hasta arriba.
Al finalizar un pasillo empezaban con otro, llenando las sacas y algunas bolsas de cuero que llevaban colgadas del cinto, y así hasta que desembocaron en una explanada que supuso era el centro de la sala, pues más allá empezaban nuevos pasadizos. En medio de la estancia, sobre un altar de mármol blanco, se encontraba una piedra. Sus ojos quedaron embelesados por el fulgor que despedía, a pesar de la poca iluminación que reinaba en el lugar. Sin pensárselo dos veces, se acercó a ella, la cogió y se la escondió entre los ropajes.
Por el rabillo del ojo vio al oficial acercándose a él. Con la mano cerca de la empuñadura se giró y asintió con la cabeza en cuanto vio como le urgía a salir de las dependencias. Supuso que se acercaba el cambio de guardia, por lo que se apresuró lo más que pudo a pesar del peso de las sacas.
Salieron de palacio y amparándose en la oscuridad de la noche llegaron a un establo en el que esperaban dos corceles. Mientras cargaban en ellos las sacas, empezaron a sonar los cuernos de palacio. El robo había sido descubierto. Era hora de partir.
El cese del sonido del cuerno fue lo que le salvó la vida. El imperceptible siseo de la daga al salir de su vaina fue suficiente para él. Aferrando fuertemente la bolsa que tenía en las manos, se dio la vuelta golpeando violentamente la cara del oficial. Este salió despedido varios metros hacia atrás con el cuello roto.
Sin apenas mirarlo, se sacó la capucha y la tiró encima del cuerpo inerte, subió a su montura, cogió las riendas del otro caballo y salió a la oscuridad de la noche.
Durante cinco días estuvo huyendo con sus perseguidores pisándole los talones. En la tercera jornada tuvo que cambiar de montura, ya que la suya se torció una pata. Puso lo que pudo de las dos sacas del oficial en sus alforjas y continuo la marcha.
Cada vez que podía contemplaba la piedra que llevaba oculta bajo sus ropajes. Desconocía de qué material se trataba, pero le gustaba observar sus reflejos. Si pudiera intercambiarla sería inmensamente rico.
Finalmente llegó ante un muro infranqueable de árboles. Seguramente se trataría de la selva de Qui-r’he. Durante su corta estancia en Endersal, había escuchado fantásticas historias sobre aquel lugar. Pocos eran los que se habían atrevido a entrar y sobre ninguno de ellos se había vuelto a saber nada. Miró hacia atrás y resguardándose del sol con su mano enguantada, pudo ver las siluetas de sus perseguidores en el horizonte.
Maldijo entre dientes mientras con su montura iba de un lado a otro intentando encontrar algún hueco donde poder entrar con su animal. Al final, desesperado, tuvo que admitir la realidad en la que se encontraba. O entraba en la selva con lo que llevaba encima y se exponía a las terribles historias oídas en lúgubres tabernas, o moría a manos de los guardias del rey.
No tuvo que pensar demasiado. Echó mano de dos de las sacas y dejó las alforjas en la montura. Quizás sus perseguidores se contentaran con su contenido y le dejaran en paz. Por última vez miró atrás. Ahora ya estaban más cerca. Desenvainó su espada y entró en la selva.

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