jueves, 29 de agosto de 2013

Séptimo capítulo de diez

Endersal
Capítulo 7
Ruinas



Fue una suerte el que llevara la daga extendida. La punta de la hoja golpeó piedra. A tientas, palpó lo que parecía una pared llena de hiedra. Traspasó una cortina de hojarasca y accedió a un enorme patio circular lleno de arcadas como la que acaba de cruzar.
La luna iluminaba el lugar. Se arrodilló y se abrazó con los brazos sollozando de alegría. Tras unos minutos, se levantó. Le dolía todo el cuerpo, lo sentía magullado y falto de fuerzas. Contó un total de veinticuatro arcadas, todas idénticas. Recortadas en la oscuridad, pudo vislumbrar altos torreones que estaban situados tras la plaza, algunos de ellos medio derruidos.
Al principio pensó que se trataba del ruido del viento meciendo las hojas. De nuevo el terror amenazaba con asomar. Sintió el vello de su nuca erizarse, imaginando que ese tenue rumor no procedía del viento, sino de alguna especie de animal salvaje que esperaba agazapado el mejor momento para saltar sobre él.
Se sintió indefenso solo con la daga en la mano. Atento a cualquier movimiento que proviniera de la selva, o de cualquier animal que aparecería tras alguna de las arcadas, se dirigió poco a poco al centro de la plaza. Al menos allí la luna iluminaba con claridad y podría observar a cualquier ser que le estuviera acechando.
A medida que se acercaba, comprobó que el rumor se oía con más nitidez. Ahora tenía un ritmo, semejante a un cántico, y provenía de la arcada que tenía frente a sí. Cada vez se oía con más claridad. Quizás quienes la entonaban le ayudarían a salir de esa intrincada selva, y si no, tenía aún joyas con las que comprar su ayuda.
Cruzó el arco y se enfrentó a la oscura abertura de un túnel que descendía a las profundidades. Cerró los ojos y se maldijo a si mismo. Volvió sobre sus pasos y buscó un tronco con el que confeccionar una antorcha. Una vez la tuvo encendida se dirigió a la entrada y observó su alargada sombra perdiéndose a través de las irregulares escaleras talladas en la roca. No se lo pensó más, entró con decisión. No podía perder más tiempo.
Calculó que llevaba unos trescientos pasos. La alegría que unos instantes antes le había embargado, estaba desapareciendo por momentos. El cántico era cada vez más fuerte, señal de que se iba acercando, pero este se le antojaba ahora completamente diferente a como lo había sentido al principio. Tenía ritmo, pero ahora lo sentía como algo maligno. De nuevo volvió a presentir el peligro. Algo no le acababa de engranar en la rueda de sus pensamientos. Se detuvo unos instantes a descansar y de paso a analizar la situación en la que se encontraba. 
Se hallaba inmerso en una selva, perdido, en medio de lo que parecía unas ruinas en un recinto amurallado. Un lugar en ruinas y sin embargo, alguien estaba entonando una melodía que, a medida que se acercaba, parecía sonar a música salida del infierno. No parecían sonidos que surgieran de gargantas humanas. Se obligó a quitarse esa idea de la cabeza. Quizás eran los únicos que podían ayudarle. Tenía que encontrarlos como fuera. 

 


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